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Pacto Silencioso

Escrito por: Ana
Publicado por Ana el 23 mayo, 2019
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  • Clara
  • Pareja
  • Planeación
  • Retiro
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Reading Time: 3 minutes

 

Somos producto de nuestra época: hombres y mujeres de entre 60 y 70 años, un grupo de Monterrey con antecedentes socio-económicos similares, casi todos profesionistas. No me atrevería a generalizar.

En los 60s entrábamos al matrimonio habiendo puesto sobre la mesa algunos temas, como si queríamos tener hijos o no, qué tipo de educación les ofreceríamos, y en el mejor de los casos, si como mujeres seguiríamos ejerciendo la profesión que veníamos desempeñando desde que nos recibimos.

El tema que no se tocaba era cómo y quién se encargaría de los ingresos y la distribución de los dineros. Nos casábamos como si hubiéramos sellado un pergamino con un pacto tácito. Así era, no lo cuestionábamos las mujeres, no lo cuestionaban los hombres.

Los roles habían sido predeterminados por los valores culturales de la época: el hombre generaría los recursos, los administraría, tomaría absolutamente todas las decisiones. La mujer se encargaría del hogar, de los hijos y en el mejor escenario se le permitiría seguir un postgrado o trabajar. Lo que ganara sería para ella ya que se asumía que sería poco y por poco tiempo.

No habíamos hablado ni con nuestros padres: ésa era la costumbre y así sería. “Hablar de dinero es de mal gusto.”

Nos casábamos pensando que el amor sería para siempre, que las dificultades que nos presentara la vida serían sorteadas, que ambos gozaríamos de excelente salud, que el trabajo no faltaría y sería bien remunerado. No iríamos perdiendo facultades ni nos haríamos viejos. En fin, poca imaginación y nula malicia.

Hoy volteo a mi alrededor a ver amigas y mujeres de mayores de 60. ¿Qué ha pasado en sus vidas?

Algunas de ellas a pesar de tener un mal matrimonio, tener poco o nada en común con sus maridos; sí, tienen hijos y nietos en común sin embargo son infelices: nunca se atrevieron a separarse por falta de independencia económica. Se les ve tristes, sin entusiasmo ni alegría. Están cansadas de ser abuelas, de tener comidas familiares y cumplir con el “deber ser”. Tienen poca o nula libertad económica, y por si fuera poco, no tienen ni han tenido voz ni voto en temas financieros.

La excepción, una de ellas que logró un acuerdo equitativo durante el divorcio. Viaja, sigue estudiando, es alegre y disfruta de su libertad. Es envidiada por el resto.

Una o dos han quedado viudas. Mientras estuvieron casadas no hablaron con sus maridos sobre seguros de gastos médicos y mucho menos un seguro de vida. Tampoco sobre ahorros para los años de vacas flacas, no fueron tomadas en cuenta para las inversiones y quizá en alguno de los casos sus esposos mal invirtieron. Los hijos han crecido, han hechos sus vidas y ellas siguen trabajando para mantenerse gracias a ese “pacto silencioso” en el que aceptaron no ser partícipes de la economía del hogar cuando se podía. Ahora estoicamente llevan la responsabilidad a cuestas.

Una de ellas, profesionista, ha trabajado toda su vida: medio tiempo mientras sus hijos eran pequeños y tiempo completo de ahí en adelante. El negocio fracasó, su pareja enfermó, y ella con la frente en alto y disfrutando de lo que hace, mantiene su casa. Seguro de vida y gastos médicos gracias a la empresa en la cual trabajó hasta hace 2 años, no más. ¿Ahorraron, tomaron decisiones en conjunto, vislumbraron un futuro así? No lo creo.

Y aquella otra que llegó a la pareja con una buena dote invirtiendo en la empresa del marido creyendo que su matrimonio sería para siempre. Nunca llevó cuentas ni guardó documentos.  Todo fue siempre de acuerdo al pacto silencioso, pacto de confianza en el matrimonio y en la vida. El día del divorcio, habiendo acordado los puntos del contrato en el borrador, firma sin releer el documento final. ¿Quién se queda con la mayor parte del patrimonio que habían construido juntos? ¿Fue mala fe de él? ¿Fue descuido de ella? ¿Le faltó asesoría? Lo que conocemos es la distribución poco equitativa de los bienes.

¿Por qué si para planear una carne asada podemos ponernos de acuerdo se nos dificulta hablar de dinero? ¿Cuántas veces nos ha dicho el señor de la casa: “oye, viene mi compadre Armando a cenar con su esposa, ¿cómo ves si compramos costillitas de rib eye, unas alitas y algo de verdura? A su esposa le gusta el vino tinto y él toma cerveza. Vamos haciendo una salsita de chile morita y una verde.”

¿Por qué sentimos tan natural una conversación así en primera persona del plural – los dos incluidos – pero no podemos preguntar si ha renovado el seguro de vida o si quiere que nosotros nos encarguemos? ¿O en qué invirtió el bono de este año? ¿Qué le parece mejor hacer un viaje o ahorrar un poco? ¿O si debe dinero o está hipotecada la casa?

¿Qué esconde el dinero que nos dificulta tratarlo como algo ordinario y cotidiano? ¿Qué nos representa?

Ya es hora de diseñar un modelo diferente, un modelo en el cual se hable con claridad y sin tapujos.

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Ana
Ana

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